Día 35: De Briñas a Miranda de Ebro. Cambios y permanencias

El de hoy ha sido un día lleno de cambios. Un buen momento para escribir sobre permanencias. Voy a tratar dos temas: el paisaje y los monasterios. Así que esta va a ser una entrada larga.

Desde que dejé las montañas de la cordillera litoral catalana hasta hoy he atravesado un paisaje semidesértico en el que el río creaba un oasis lineal. En estas semanas las montañas eran siluetas lejanas. Hoy me he vuelto a encontrar con ellas.

Aquí se acaba la Rioja y empieza un nuevo paisaje. El Ebro viene de atravesar caso doscientos kilómetros de cañones y desfiladeros, y tras un pequeño ensayo en Miranda para adaptarse a los espacios abiertos, sale por un estrecho paso entre los montes Obarenes y la sierra de Cantabria, dispuesto a enfrentarse con la aridez. Como yo sigo la dirección contraria, me reencuentro con los montes y los bosques. Hoy por primera vez desde que salí de Miravet he vuelto a atravesr verdaderos bosques, ya que el bosque-galería que enfunda al río no es más que un oasis del que, en el mejor de los casos, uno sale en cuanto uno se aleja de las aguas unos pocos pasos.

Según nos aproximamos a esta puerta del nuevo paisaje, se intuye que tras ella,  las llamadas «Conchas de Haro», nos espera algo nuevo.

Pero si en lugar de caminar en el espacio lo hacemos también en el tiempo nos podemos llevar grandes sorpresas.

He encontrado un par de viejas postales con fotos de este paso de las Conchas de Haro

Las conchas de Haro hacia 1920. A este lado sur los viñedos; al otro las instalaciones industriales de Ofitas San Felices, que desde entonces han abastecido de balasto a buena parte de las líneas férreas españolas. Pero fijaros bien, no todas las líneas verticales son chimeneas.

La siguiente foto está tomada desde una posición más elevada (el risco) y enfoca de nuevo hacia el nordeste:

En la parte inferior se observa una de las chimeneas de la foto anterior. Al fondo el pueblo alavés de Salinillas de Buradón. Las líneas verticales oscuras se ven a lo largo del río, de riachuelos y de la carretera.

Si lo viérais hoy en día no podríais reconocer el paisaje. Las naves y chimeneas han desaparecido para dar paso a los restos de una gran cantera que ha ido consumiendo el espacio. Quedan las rocas, el río, las carreteras y las vías férreas. Es lo que nos permite orientarnos.

Mucho se puede escribir sobre los cambios del paisaje en estos últimos cien años. Pero voy a centrarme solo en uno, el de esas delgadas líneas negras: los chopos lombardos.

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El chopo lomardo es una variedad (‘italica’) seleccionada en Lombardia en el siglo XVII. Por su forma y porte enseguida alcanzó el éxito. Su sombra ocupaba poco espacio permanente (giraba con el sol dejando que este llegara a los cultivos buena parte del día); podía plantarse en los linderos o a lo largo de los caminos con poco daño a los colindantes; su tronco largo y nudoso convenía muy bien para piezas baratas de construcción en regiones poco boscosas y su rápido crecimiento proporcionaba apreciadas leñas.

Dicen que Napoleón fue uno de sus promotores al mandar plantar miles de ellos por las carreteras francesas, logrando con rapidez que los caminantes tuvieran sombra (¡ay!) y se distinguiera la ruta bajo las nieblas y nevadas.

Chopos en el sol. Monet (1887). Este pintor tiene además dos docenas de cuadros dedicados a los chopos.

Desconozco cuándo llegó a la península. He rebuscado en obras de pintores, pero no he encontrado nada. Parece como si hubiera que esperar  los impresionistas para que descubrieran el valor pictórico de este árbol.

Ahora la silueta de este árbol ha desaparecido prácticamente de toda la cuenca del Ebro, cuando para nuestros antepasados era una de las referencias más claras en el paisaje que les rodeaba. Además de su utilidad, recalcaba y subrayaba las líneas maestras inferiores del paisaje (vaguadas y ríos), dándole volumen y significado.

Desgraciadamente en nuestra generación nada de eso se ha apreciado. Al contrario, se ha visto como una especie -o una variedad- «no autóctona» y para muchos eso bastaba para la condena y el olvido. Pero el Ebro nos erá igual sin esas alineaciones discontinuas que se elevaban al cielo.

Para reivindicarlo voy a contar una historia, con lectura incluida.

Según la mitología los esbeltos chopos no son sino la metamorfosis de las helíades, las hijas de Helios, el sol, que así se lamentaban de la muerte de su hermano Faetón.

LA LECTURA DEL DÍA

Metamorfosis, libro II (8, d.C), de Publio Ovidio Nasón(43 a.C.-17 d.C.).

La historia es larga y la podéis leer aquí. Os copio el resumen de la historia que hace Lucía Carrasco, una bloguera:

«Faetón era hijo de Helios y de la oceánide o ninfa marina Climene. Creció en Egipto bajo la supervisión de su madre. Cuando Faetón era joven, le decían que no era hijo del dios del sol y que su madre le había mentido sobre su origen.

Faetón salió a buscar a su padre y finalmente lo visitó en su reluciente palacio en la parte oriental del mundo, que había sido lujosamente decorado con oro, plata y marfil. El dios del sol le dio una cálida bienvenida y Faetón le pidió una prueba irrefutable de que era su padre. Entonces el joven le pidió montar en su cuadriga y recorrer los cielos durante un día. Helios sólo le aconsejó tener cuidado, porque se exponía a sí mismo y al mundo a un gran peligro, ya que sólo él sabía dirigir su cuadriga y los caballos que la llevaban. Pero Faetón, entusiasmado, no quiso oír a su padre y éste le cedió la cuadriga.

Inmediatamente después de partir perdió el control de las riendas y la cuadriga se desvió, causando el pánico entre las constelaciones del firmamento. Poco a poco se aproximó a la superficie de la tierra, abra­sando ciudades, países y montañas. Gaya sufrió una dolorosa agonía y pidió ayuda a Zeus. El rey de los dioses sabía que había que intervenir rápido y derribó al auriga con uno de sus rayos. El joven fue a parar al río Eridano  y se mató.

Helios se entristeció mucho al oír que su hijo había muerto y, como consecuencia, la tierra pasó un día en penumbra. Las hermanas del difunto fueron a visitar el cadáver de su hermano, una de ellas al arrodillarse se quedó paralizada, la segunda intentó ayudarla, pero sus manos se estaban volviendo ramas, mientras que la tercera, vio cómo sus piernas se convirtieron en raíces, las tres se convirtieron en árboles productores de ámbar«.

Como véis es una historia como para un anunio de la DGT. Sobre el final hay disputa, pues otras versiones aclaran que los nuevos árboles eran chopos.

Ya se que muchos de vosotros saltáis cuando véis que meto unos versos. La verdad es que los de Ovidio son largos y a veces difíciles de leer, pero es una lectura recomendable. Para lo que os gustan los saltos os ofrezco la oportunidad con este fragmento que describe la metamorfosis arbórea de las tres hermanas (traducción de Ana Pérez Vega; una traducción en prosa, más fácil de leer, de Antonio Ruiz de Elvira se encuentra aquí):

«Y no menos las Helíades le plañen y, inanes ofrendas

a la muerte, le dan lágrimas, e hiriéndose los pechos con sus palmas,

a quien no oiría sus tristes quejas, a Faetón,

noche y día llaman y se prosternan al sepulcro.

La luna cuatro veces había llenado, juntos sus cuernos, su orbe:

ellas, con la costumbre suya -pues costumbre lo hiciera el uso-,

sus golpes de duelo se habían dado; de las cuales Faetusa, de las hermanas

la mayor, cuando quisiera en tierra postrarse, se quejó

de que rigentes estaban sus pies, a la cual intentando llegarse

la cándida Lampetie, por una súbita raíz retenida fue;

la tercera, cuando con las manos su pelo a desgarrar se disponía,

arranca frondas; ésta, de que un tronco sus piernas retiene,

aquélla se duele de que se han hecho sus brazos largas ramas;

y mientras de ello se admiran, se abraza a sus ingles una corteza

y por sus plantas, útero y pecho y hombros y manos,

las rodea, y restaban sólo sus bocas llamando a su madre.

¿Qué iba a hacer su madre, sino, adonde la trae su ímpetu a ella,

para acá ir y para allá, y, mientras puede, su boca unirles?

No bastante es: de los troncos arrancar sus cuerpos intenta,

y tiernas con sus manos sus ramas rompe; mas de ahí

sanguíneas manan, como de una herida, gotas.

«Cesa, te lo suplico, madre», aquélla que es herida grita,

«cesa, te lo suplico: se lacera en el árbol nuestro cuerpo.

Y ya adiós…». La corteza a sus palabras postreras llega.

Después fluyen lágrimas, y, destilados, con el sol se endurecen,

de sus ramas nuevas, electros, los cuales el lúcido caudal

recibe, y a las nueras los manda, para que los lleven, latinas

Ovidio cita, como ya se dijo en otra entrada, al Hebro como uno de los ríos que sufrieron la catástrofe provocada por Faetón al acercarse a la tierra. («…El Nilo al extremo huye, aterrorizado, del orbe, / y se tapó la cabeza, que todavía está escondida; sus siete embocaduras, / polvorientas, están vacías, siete, sin su corriente, valles. / El azar mismo los ismarios Hebro y Estrimón seca…«)

Un compositor lombardo, Davide Anzaghi (1936-), tiene una pequeña aria titulada «Storia d’un pioppo» (Historia de un chopo). La obrita se basa en una vieja y triste leyenda sobre un chopo que contaban los pescadores del Po. No he encontrado la versión para voz, pero hay otras instrumentales. Os redirijo a la de guitarra para que la escuchéis.

 

Monasterios de ayer y de hoy

Los pies de las antiguas postales del inicio de esta entrada hablaban de ofitas, salinas… Ya no estamos en la interminable sucesión de areniscas, margas y yesos que me han sostenido durante semanas. Ahora esas palabras van geológicamente acompañadas con otras que bien agradarian a los romanos: aguas calientes y medicinales.  El precio a pagar es que esta tierra ya no es tan agradecida para viñedos y frutales.

Es también tierra montañosa, con laderas cubiertas de bosques con gran variedad de árboles. Pero algunos le llaman «yermo», por no usar la palabra «desierto» y tienen alguna razón.

Ha sido zona de frontera y límite de los condados de Alava, Lantarón y Castilla, en una época, los siglos IX a XI, que empieza a ver la expansión de los monasterios.

Nada más llegar al límite de las montañas he encontrado un eremitismo aún anterior, el del periodo romano y visigodo, que se fue al traste con la invasión musulmana. A pesar de ello queda la tradición de San Felices (443-540) y su discípulo San Millán, el de la Cogolla (473-574) que vivieron por estos roquedos.  Del aislado eremitismo se pasó a la vida comunitaria en cenobios y luego en monasterios más consolidados. Estos tuvieron su expansión en las motañas y espacios aislados cuando era tierra fronteriza, no solo en el sentido politico, sino también en el sentido de hasta donde llegaba la civilización.

Es sorprendente la cantidad de monasterios que hay en estas tierras, a cortas distancias unos de otros. Santa María de Obarenes (fundado hacia el 825), San Martín de Ferrara (hacia 1044) que se reconvertiría en el de Santa María de Herrera, San miguel del Monte (1398) que luego criaría al de Santa María de la Estrella, un poco más al sur… Más adelante estos monasterios rurales darían paso a los urbanos..

La historia de las órdenes y congregaciones monacales es larga y compleja. En cuanto unas se consolidaban, aparecían otras (benedictinos, cluniacenses, cistercienses, camaldulenses, cartujos, jerónimos…) que pretendían mantener más puros los principios de los fundadores… Los mismos edificios pasaban a veces de unos a otros. Su historia recuerda un tanto la de los partidos de extrema izquierda, con sus excisiones y reproches, solo que extendida a lo largo de mil años y no en unas pocas décadas.

Con el tiempo muchos monasterios se fueron haciendo ricos y poderosos. Pero la modernidad del siglo XIX les dió un golpe mortal, aunque no definitivo. Las leyes de exclautración y desamortización llevaron al abandono de prácticamente todos los monasterios rurales, los de las órdenes más contemplativas.

Sin embargo, hoy he pasado junto al Monasterio de Herrera, el que había sido benedictino en el siglo XI, reconvertido en cisterciense el siglo siguiente, hasta la desamortización de 1835. Lejos de lugares habitados y con escasas tierras de cultivo, los edificios se mantienen y son adquiridos por los carmelitas descalzos en 1897, que poco después son sustituidos por una comunidad trapense francesa hasta 1921. Un par de años más tarde es adquirido por los Eremitas Camaldulenses de Monte Corona, una pequeña excisión del siglo XVI de la orden de Camaldoli.

Posiblemente sean una de las congregaciones católicas de meor tamaño. Según el anuario pontificio contaban con 9 conventos y un total de menos de 70 monjes en media docena de paises.

Después de tntos cambios resulta interesante comprobar que los tiempos parecen no haber cambiado tanto. A unos pasos de donde San Felices y San Millán se las arreglaban para llevar una vida eremítica,  el único monasterio que ha sobrevivido en la zona es precisamente de unos monjes que se esfuerzan en recuperar antiguas prácticas eremitas, pero con una vda de cenobio.  Dentro de las paredes del monasterio los monjes viven aislados en sus propios «eremos». Cada eremita vive en soledad en su propia edificación, con su capilla y su baño, totalmente separadas unas de otras, de las que salen solo para vivir alguno momentos de comunidad.

Me he acercado a la entrada. Las visitas son limitadísimas. No hay señal de que les llegue corriente eléctrica. Caminando se tarda varias horas en llegar a la población más próxima. Cuando me alejo escucho el sonido de la campana convocando al oficio de la hora Sexta. Es como si el tiempo no hubiera pasado en mil años.

 

Están rodeados de bosque, pero a su monasterio le llaman el «yermo«.

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