Día 7*: De Mora a Flix. La navegación de antaño

En la trama que vamos construyendo según avanzamos hoy volvemos a utilizar como urdimbre el hilo de la navegación. Según vamos río arriba iremos retrocediendo en el tiempo, pues según avanzaba la historia y aumentaban las exigencias del transporte por navío, se iba reduciendo el tramo fluvial utilizado.

Entre Mequinenza y el mar la navegación ha sido siempre relativamente fácil, fuera de los mayores estiajes. Son unos 150 kilómetros de curso, en el que el nivel de las aguas descendía solo unos 60 metros (ahora un poco más por los embalses).  Esto le da una pendiente media de 40 cm. por kilómetro, más que en los tramos navegables del Rhin (30 cm) o el Danubio (17 cm), lo que provoca una corriente a remontar más fuerte, pero aún manejable con velas, remos y arrastre animal.

Mequinenza hace cien años

 

Ese transporte tuvo un repunte importante con la explotación de las minas de lignito de la zona de Mequinenza y Fayón hacia 1850. Como muchas de las bocaminas se hallaban a cort distancia de la orilla del río, este medio de transporte siguió siendo competitivo, a pesar del ferrocarril, hasta mediados del siglo XX, cuando se extendieron los camiones y declinaron estas minas.

La experiencia fue depurando un tipo de embarcación adaptada a estas aguas: el laúd o llaüt. No era muy grande y contaba con velamen para aprovechar las brisas, pero llevaba «motor» animal de dos (remos) y cuatro patas (para sirgar desde la orilla) en las remontadas a contraviento.

Todavía se encuentran algunas de estas embarcaciones, en estado más o menos ruinoso, más o menos restaurado, en algunos de los pueblos ribereños.

Nada como las siguientes lecturas para tener una buena idea de esta navegación.

LECTURA DEL DIA:

Camino de sirga (1989), de Jesús Moncada (1941-2005) El autor, natural de Mequinenza, sitúa esta historia a principios de los años cuarenta, una época que le tocó vivir. Los fragmentos están tomados de la edición en castellano de 2007 (traducción de Joaquín Jordá)

«Cuando el laúd estaba a punto de zarpar de Tortosa, Ramón, el agente de casa Salleres, se presentó resoplando en el muelle para comunicar al patrón un encargo recién recibido por teléfono. Al saber de qué se trataba, Nelson frunció el ceño y soltó una sarta de blasfemias de las más gruesas de su repertorio, no excesivamente extenso pero sí lo bastante contundente como para poner los pelos de punta al chupatintas. (…)

Explicó el asunto a los peones y los envió a ayudar al oficinista con instrucciones de no perder tiempo. Era cerca de mediodía y quería zarpar lo antes posible de la puesta del sol. El encargo le inquietaba de mala manera y no pudo evitar un escalofrío cuando un relincho del macho, tendido tranquilamente encima de los sacos de arroz que acababan de embarcar después de haber descargado el lignito en un tejar, le anunció el retorno de los tripulantes. No, aquello no le gustaba pero no le quedaba más remedio: tenía que transportar el ataúd donde meterían los restos del señor Jaume de Torres, que en aquellos momentos agonizaba en la villa. (nota de este bloguero: se refiere a Mequinenza)

(…) Nelson, preocupado, apresuró el embarque del ataúd, lo cubrió con unas lonas, más para no verlo que para protegerlo, y dio la orden de zarpar: los peones soltaron amarras, izaron velas; el Virgen del Carmen, empujado por el bochorno, comenzó a remontar el Ebro dejando en el muelle los deseos de buen viaje del chupatintas, aliviado de verles partir con la carga de mal augurio.

El resto de la mañana y toda la tarde, a excepción de un breve descanso a la hora de comer, navegaron sin problemas aunque en silencio, abrumados por la presencia del ataúd. De noche durmieron fuera de la nave. Se llevaron jergones y mantas, buscaron cobijo en una masía y dejaron el féretro abandonado en el laúd. Al día siguiente encontraron un mensaje en Ascó. Un antiguo patrón de la viuda les esperaba: tenían que darse prisa, el señor Jaume estaba en las últimas. Que navegaran de noche…

-¿De noche? -refunfuñó Nelson.

-¡Mira que nos la jugaremos! -exclamó Joanet del Pla.

-Dice que no te preocupes. Graells ha hablado con la guardia civil. Dadas las circunstancias no habrá problemas.

-De acuerdo. De todos modos, veremos qué pasa…

Navegaron hasta la puesta de sol, se detuvieron para cenar e inmediatamente después el Virgen del Carmen, a favor de un viento sostenido, se adentró en la noche rasgando el resplandor de las estrellas pintado en la piel del Ebro. A poca distancia de Fayón el bochorno cesó de repente y hubo que desembarcar al macho para proseguir el viaje sirgando. Grandes nubes cubrían entonces las estrellas, la oscuridad rodeaba la nave. Solo oían el deslizamiento del agua por los flancos del laúd, el rumor de los cascos del macho por el camino, el roce de la sirga en las ramas de alguna mata y, de vez en cuando, las breves órdenes del peón que guiaba la caballería. Un par de horas después sonaron voces en la orilla, los pasos del macho cesaron y la cuerda que unía la bestia a la nave se aflojó.

-Alexandre, ¿qué pasa? -gritó Nelson al machero.

De la orilla llegó un murmullo confuso de voces.

-¡Alexandre!

-Acerca el laúd a la orilla, Nelson -dijo al final el peón.

-¿Qué pasa?

-Haz lo que te digo.

-Vamos chicos -ordenó, preocupado, mientras daba un giro de timón para acercar el barco a la orilla. Los dos peones de a bordo facilitaron la maniobra con las pértigas. En medio de la oscuridad, Nelson consiguió vislumbrar vagamente la poderosa masa del macho inmóvil. Unas siluetas se acercaron al laúd…«

Hasta aquí puedo trascribir sin delatar la historia. Es suficiente para saber cómo se navegaba río arriba. Pero la lectura de todo el libro es muy recomendable.

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