Día 04 – 28 de mayo. Tras las batallas.

NOTA PREVIA: De lo que he contado en días anteriores ya se puede adivinar algunos de los horrores de las guerras. Lo de hay oscurecerá aún más la imagen. Aunque tomo casi literalmente las palabras de testigos de los hechos, advierto que son muy duras, por si alguien quiere saltarse este artículo. Y os ahorro cualquier imagen; las palabras ya son suficientemente espantosas.

 

Para la etapa de hoy he buscado la compañía de un grupo de soldados recién llegados de Inglaterra para reponer las bajas. He hecho buenas migas con un jovencísimo alférez que va a incorporarse al 88 regimiento, los Connaught rangers, de la 3ª División. Al llegar a Lisboa se encontró con unas cartas de un viejo amigo suyo que había servido hasta hacía unos meses en ese mismo regimiento. Las iba leyendo y releyendo, como una especie de bautismo de fuego de papel.

En el camino me habló apasionadamente de lo que le contaba, entre otras cosas de la descripción de la batalla de Fuentes de Oñoro, en el que esos batallones del 88 habían participado a las órdenes del general MacKinnon, el que moriría en Ciudad Rodrigo.

En un alto del camino le pregunté qué es lo que más le había impresionado de lo que contaba su amigo, un dublinés llamado William Grattan, y tras un incomodo silencio, rebuscó en su morral y me pasó una de las cartas. Le contaba que un par de días después de la batalla de Fuentes de Oñoro había ido al hospital a visitar a un amigo que había sido herido:

Al día siguiente, el 6, no hubo combates; cada ejército mantuvo su posición y Vilar Formoso siguió siendo el destino de los heridos. Este pueblo está bellamente situado sobre una escarpada colina, a cuyos pies discurre el riachuelo de Oñoro. Su situación saludable y tranquila, sumada a su proximidad al escenario de la acción, lo convertían en un lugar muy apropiado para nuestros heridos; el perfume de varias arboledas de árboles frutales contrastaba deliciosamente con el olor que se acumulaba en la llanura de abajo; y el cambio de escenario, sumado a un fuerte deseo de ver a un hermano oficial, que había sido herido en la acción del día 5, me condujo allí.

Al llegar al pueblo, tuve poca dificultad para encontrar los hospitales, ya que cada casa podría considerarse uno, pero pasó algún tiempo antes de que descubriera al que estaba buscando. Por fin lo encontré.

Constaba de cuatro habitaciones; en él estaban alojados doce oficiales, todos malheridos. La habitación más grande tenía doce pies por ocho, y este apartamento tenía por ocupantes a cuatro oficiales. Junto a la puerta, sobre un fardo de paja, yacían dos miembros del 79º Highlander, uno de ellos con un disparo en la columna. Me dijo que lo habían herido en las calles de Fuentes el día 5, y que aunque antes había sentido mucho dolor, ahora estaba perfectamente tranquilo y libre de sufrimiento. Yo estaba poco ducho en medicina, pero, sin embargo, no me gustó la descripción que hizo de sí mismo.

Pasé a donde estaba mi amigo; sentado en una mesa, con la espalda apoyada contra una pared. Una bala de mosquete le había penetrado en su pecho derecho, y perforando sus pulmones le salió por la espalda- Debía su vida a la gran destreza y atención de los Doctores Stewart y Bell, de la 3ª División. La cantidad de sangre que le habían extraído era asombrosa; tres, ya veces cuatro, veces al día lo sangraban, y su recuperación fue uno de esos casos extraordinarios que rara vez se presencian.

En una habitación interior había un joven oficial escocés con un disparo en la cabeza. El suyo era un caso perdido. Estaba delirando y tuvo que ser sujetado por dos hombres; su fuerza era asombrosa, y más de una vez, mientras yo permanecía allí, logró escapar de las manos de sus asistentes. El ayudante del oficial entró poco después y, agachándose, preguntó a su amo cómo se sentía, pero no recibió respuesta; tenía medio vuelto el rostro; el hombre tomó la mano de su amo, todavía estaba caliente, pero el pulso había cesado, estaba muerto. Lo repentino de la muerte de este joven afectó sensiblemente a sus compañeros; y me despedí de mi amigo y compañero, Owgan, completamente impresionado con la idea de que nunca más lo volvería a ver.

Regresaba al ejército cuando me llamó la atención un extraordinario bullicio y una especie de gemido medio ahogado que salía del patio de una quinta o casa nobiliaria.

Miré a través de la reja y vi a unos doscientos soldados heridos esperando a que les amputaran alguno de sus miembros. Otros llegaban a cada momento.

Sería difícil dar una idea del espantoso aspecto de estos hombres: habían sido heridos el día 5, y éste era el 7; sus extremidades estaban tan hinchadas que tenían un tamaño enorme. Algunos estaban sentados en el suelo, apoyados contra una pared, bajo la sombra de varios castaños, y muchos de ellos estaban heridos en la cabeza y en las extremidades.

Los rostros espantosos de estos pobres muchachos ofrecían un deprimente espectáculo. Los regueros de sangre que les habían corrido por las mejillas estaban ya bastante endurecidos por el sol y daban a sus rostros un tono vidrioso y cobrizo; sus ojos estaban hundidos y fijos, y entre los efectos del sol, del cansancio y la desesperación, parecían más un grupo de figuras de bronce que algo humano- Allí estaban sentados, silenciosos y como estatuas, esperando su turno para ser llevados a las mesas de amputación.

Al otro lado del patio yacían otros cuyo estado era demasiado impotente para que pudieran sentarse; de tanto en tanto. un débil grito surgía de entre ellos, dirigido a los que pasaban cerca, pidiendo un trago de agua. Eso era todo lo que se escuchaba.

Un poco más adelante, en un patio interior, estaban los cirujanos. Estaban despojados de sus camisas y ensangrentados.

La curiosidad me llevó adelante; varias puertas, colocadas sobre barriles, servían de mesas provisionales, y sobre ellas yacían los diferentes sujetos a los que operaban los cirujanos; a derecha e izquierda estaban brazos y piernas, arrojados aquí y allá, sin distinción, y el suelo estaba teñido de sangre.

El Dr. Bell iba a cortar la pierna por el muslo a un soldado del 50º y me pidió que le ayudara sujetando a aquel hombre. Era el cirujano una de las personas de mejor corazón que he conocido, pero, tal es la fuerza de la costumbre, que parecía insensible a la escena que se desarrollaba a su alrededor, y con mucha compostura comía almendras que sacaba de los bolsillos de su chaleco. Me ofreció algunas para compartir conmigo, pero, ni aunque me dieran el universo por ello, no podría haber tragado un bocado de nada.

La operación del hombre del 50º fue el espectáculo más impactante que jamás haya presenciado; duró casi media hora, pero le salvaron la vida.

Saliendo de este lugar hacia la calle, pasé apresuradamente. Cerca de la puerta, un ayudante de cirujano estaba amputando la pierna de un viejo sargento alemán del 60º. Evidentemente, el médico era un joven poco experto y Bell, nuestro cirujano de planta, se tomó muchas molestias para instruirlo.

Es una opinión bastante generalizada, que cuando la sierra atraviesa la médula del hueso, es cuando el paciente sufre el dolor; más intenso Pero ése no es la realidad. El primer corte y la sección de las arterias es lo peor. Mientras operaban al viejo alemán, parecía insensible al dolor cuando la sierra estaba en funcionamiento; de vez en cuando exclamaba en un inglés chapurreado, como si estuviera cansado: «¡Oh, Dios mío!, ¿aún no está cortada?», pero él, al igual que todos los que vi, sufrieron mucho cuando introdujeron el cuchillo por primera vez, y todos pensaron que se les aplicó hierro al rojo vivo cuando les cortaban las arterias. El joven doctor pareció muy complacido cuando acabó la operación del sargento, y sería difícil decidir quién esta más feliz de haber terminado, si él o su paciente; por todo lo que pude observar, creo que el doctor hizo su debut amputador con el muñón del viejo alemán.

Me dije a mí mismo en unas pocas palabras, por no llamarlas plegarias, que, si alguna vez me tocaba perder a alguno de mis miembros, no fuera este joven doctor quien me operara.

Fuera de este lugar había una inmensa fosa para recibir a los muertos del hospital general, que estaba cerca. Doce o quince cuerpos habían sido fueron arrojados a la vez, y se cubrían con una ligera capa de tierra, y así sucesivamente, hasta llenar el pozo. Bandadas de buitres ya comenzaron a revolotear sobre este lugar, y ahora Vilar Formoso, un paraje tan agradable hace solo unos días, se había vuelto un lugar horrible.

Esta fue mi primera y última visita a un hospital de amputación, y aconsejo a los jóvenes caballeros, como yo lo era entonces, que eviten acercarse a un lugar semejante, a menos que estuvieran obligados a hacerlo. La mía fue una visita accidental.”

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